Por Cristopher Toledo y Telye Yurisch, economistas e investigadores de Fundación Terram.
“Nos fue muy bien, tanto en Alemania como en Suecia, en materia de inversión comercial”, así resumió el presidente Gabriel Boric su segunda gira por Europa, la que llegó a su fin el martes 18 de junio. Además de los países mencionados, el viaje también incluyó paradas por Suiza y Francia, donde el actual mandatario promovió sin tapujos la inversión extranjera en energías limpias, litio e hidrógeno. Lo anterior, bajo un contexto global marcado por la transición hacia energías menos contaminantes por parte de los países más desarrollados.
Más allá de esta y la anterior visita realizada al continente europeo, surge la necesidad de reflexionar críticamente sobre el posicionamiento de nuestro país como un polo global en la producción de energías renovables, hidrógeno y litio. Debiendo considerar la escala industrial prevista, los costos de producción, su orientación exportadora y los impactos socioambientales asociados, los que deberán ser asumidos por los territorios y comunidades locales de las regiones del extremo norte y sur de Chile.
Aunque el compromiso con la transición hacia una economía global baja en carbono es loable y necesaria, la acelerada promoción de estas industrias nos plantea una paradoja de desarrollo que nos posiciona o “bendice” como una más de las Zonas de Sacrificio que permitirá viabilizar la anhelada transición energética del norte global y de las grandes corporaciones.
En términos económicos, por ejemplo, la industria del hidrógeno verde aún enfrenta brechas y retos significativos relacionados a los costos de producción. La tecnología necesaria para producir hidrógeno a partir de fuentes renovables sigue siendo costosa y menos competitiva, en comparación a la misma producción basada en combustibles fósiles, situación que pone de manifiesto la inexistencia de un mercado global de este vector energético.
A esto se suma el aumento -a gran escala- de la infraestructura necesaria para la producción de hidrógeno, lo que implica la ocupación del territorio y un futuro impacto en los ecosistemas y habitantes de las regiones escogidas. De esta manera, la escala de desarrollo que se propone a nivel nacional, implica un uso intensivo de fondos públicos para subsidiar y hacer viable esta industria emergente cuyos impactos ambientales no están siendo evaluados de manera sinérgica. Para esto, la actual administración ya tomó la decisión de emitir una deuda soberana por un monto cercano a los mil millones de dólares, que el Estado deberá pagar en 20 años.
Lo anterior resulta preocupante, ya que se está contrayendo una deuda que deberemos pagar todas y todos en beneficio del desarrollo de una industria cuyos resultados positivos no están asegurados. Esta situación plantea una serie de preguntas sobre la equidad en el uso de recursos públicos y si estos fondos podrían ser mejor utilizados en otras políticas. Como, por ejemplo, aquellas que promuevan la adaptación y resiliencia de nuestro país ante la crisis climática, objetivo global por el cual -supuestamente- se desarrolla este tipo de industria “verde”.
Siguiendo la misma línea, la explotación del Salar de Atacama -en la región de Antofagasta- y la apertura comercial de otros 26 salares altoandinos para la exploración de litio, son -junto a la promoción del hidrógeno verde- unos de los principales símbolos del sacrifico de nuestros territorios en nombre la mencionada “transición energética global”. La Estrategia Nacional de Litio ha presentado un tardío proceso de participación ciudadana, que ha sido poco efectiva y no vinculante, una opaca negociación entre entidades públicas y privadas y, por sobre todo, no ha cautelado las condiciones mínimas para proteger dichos sistemas hidrológicos.
Es más, respecto a la creación de una Red de Salares Protegidos -comprometida en la Estrategia- poco se sabe de los criterios ecológicos que llevaron a la identificación de los salares que conformarán dicha red. En definitiva, la identificación de los diversos usos que se le dará a los salares no está basada en la importancia que estos tienen en materia de biodiversidad, sino más bien en consideraciones económicas.
Por lo expuesto anteriormente, desde Fundación Terram relevamos la necesidad de abrir la discusión pública sobre los impactos económicos, socioambientales y territoriales que representan este tipo de industrias supuestamente “verdes”, considerándolas falsas soluciones para enfrentar la crisis climática. Por el contrario, creemos que el diseño de políticas públicas que busquen mayor prosperidad deben considerar el establecimiento de una buena gobernanza de nuestros bienes naturales comunes, constituyendo instituciones sólidas y reglas claras que aseguren el respeto de los derechos humanos, la protección de la naturaleza y la promoción del bienestar de las comunidades locales. Si no, solo estaremos transformaciones que el país requiere urgentemente en materia climática.