Te trajeron a la casa y decidieron que eras parte de la cadena alimenticia de una familia que no necesitaba nada de ti.
Y que no te merecía.
Y que no te merecía.
Decidieron que eres un trozo de carne, “muy rico en proteínas”, dijeron, “de muy buen sabor”.
Al tener de destino un cuchillo, se negaron a mirarte, nombrarte o sentir algo por ti.
Sentir algo por ti es tan fácil.
No quisieron soltar el cuchillo o aguantarse las ganas de comerte. Nada iba a cambiar los planes de ese domingo en la tarde.
A los niños les contaron una historia fantástica sobre ti. Es horrible, lo sé, que ellos crezcan sin la conexión de tu corazón y sin la piedad de tus ojos.
Toda la familia fue cómplice de tu muerte, sin embargo, la contaron con orgullo y arrogancia. Expusieron tu cuerpo y contaron hasta el último detalle del macabro episodio. “Pobrecito”, fue lo más lindo que dijeron, mientras seguían comiéndote.
Lavan los platos, se lavan las manos, se cepillan los dientes…